Pocos aspectos de la tecnología se complementan con el arte tan perfectamente como el de las armas blancas. Ya las más antiguos ejemplares conservados en museos reflejan los modos y la estética de las pretéritas culturas que los crearon.

Porque es precisamente la simplicidad estructural de una espada, hoja y empuñadura en su mínima esencia, la que permite interminables variaciones en acabado, forma y proporciones. De las rectas espadas medievales europeas a las curvas hojas de katana japonesas.

De la misma manera que su básica funcionalidad, libre de todo tipo de mecanismo y artificio, no suple la letalidad de quien la usa sino la potencia. Cualquiera puede disparar un arma de fuego pero de qué sirve el acero sin la fuerza del brazo que lo blande. Por ello tantas y tantas figuras legendarias poseen armas igualmente míticas. Como la Excalibur del Rey Arturo o la Tizona del Cid Campeador.

Como era de esperar siempre que hablamos del Arte de la Guerra, siempre hay gente que rezonga y protesta. Intelectualillos pacifistas que miran con desprecio la artesana forja de la espada y en general todo tipo de tecnología bélica. ¡Ni que sólo sirviera para causar muerte y destripe!

Narcopodemitas que llegan incluso a establecer maliciosos paralelismos. Que osan insinuar que una larga y enhiesta espada no es más que la sobrecompensación a la que se aferra su dueño ante su presuntas carencias físicas en otros ámbitos más… ehm… íntimos.

Qué vergonozoso desatino. Hace falta ser un femisoviet para decir que una espada no es más que un mero símbolo fálico.
¿Sabeis lo que os digo, panda de bolivaprogres?
¡QUE OS VAYAIS A CUBA!
¡A CUBA!

Y a ver si una buena estancia cubana os cura de lo vuestro…