El entrante es la pequeña porción de comida que se sirve antes del plato principal. Su función, más que nutritiva, es la de abrir el apetito, preparar los jugos para el alimento contundente que llegará después. No es desdeñable tampoco su función estética, pues suele ser un plato que si bien como alimento es algo pobre, es frecuente que su estética sea bastante aparente.

Se trata, por tanto, de elementos con escaso valor nutritivo, pero cuya apariencia y sabor llaman al consumidor a ingerirlos, con lo que preparan al organismo para el posterior ágape. Los que viven de la restauración saben que un entrante apañado es la antesala de una opípara comilona.

Porciones escasas de alimentos llamativos de aspecto apetitoso que, pese a tener en ocasiones un aporte calórico considerable, no sacian ni alimentan. Entendido así, su función podría ser opcional y pasarse directamente al plato principal, que pasaría a ser único, una alternativa a considerar en esta sociedad del bienestar low cost a la que nos estamos acomodorecortando. Para evitar esto, los restauradores se esfuerzan al máximo para que estos entrantes sean lo más atractivos visualmente posible. Y es que el alma y el ánimo también deben alimentarse. Tampoco es que sea necesario tener un alto nivel de cocina para prepararlos, basta con apañarse en lo que viene siendo lo aparente: el brillo de un hilillo de aceite balsámico por aquí, una hoja de rúcula por allá…


